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Desde hace algunos años, la 
matriz económica de la República Argentina gira en torno a las decisiones e 
intervención del estado nacional. 
Fundacionalmente, nuestro país 
baso su crecimiento en el esfuerzo de los ciudadanos para prosperar como Nación 
mientras el estado creaba las condiciones para fortalecer los establecimientos 
agropecuarios, generar sistemas de transporte de la producción y el desarrollo 
de la industria; lo que fue acompañado por las funciones monopólicas y 
exclusivas del estado, como 
son las relaciones exteriores, la defensa, la justicia y la moneda. 
Aquél perseguido desarrollo fue 
logrado con todo éxito y, aún hoy, luego de ocho décadas de decadencia, podemos 
gozar de algunos de aquellos esplendores. 
Lamentablemente, tras abandonar 
la rancia costumbre de respetar la Ley y los principios fundamentales, toda esa 
infraestructura fue utilizada por los sucesivos gobiernos para hacerse de poder 
en la actividad económica desde el estado, resultando en decrecientes y ruinosos resultados hasta 
nuestros días. 
Más allá de la desatención a los 
principios democráticos que experimentamos desde los años '30 y que dieron 
origen a regímenes inconvenientes, el avance del estado sobre la actividad 
privada fue una constante en crecimiento, mediante justificaciones de algún tenor 
metafísico que sólo lograron la pérdida del respeto internacional; el 
detrimento del comercio exterior; la desinversión y fuga de capitales; la decadencia social, en lo educativo, 
jurídico 
y en lo que hace al bienestar general de los ciudadanos. 
Desde hace treinta y dos años, 
en menor y mayor medida, pareciera que el sistema democrático volvió para 
quedarse pero, aquel otro aspecto fundacional que ponía al estado al servicio 
de los ciudadanos y no al revés, siguió el curso iniciado hace ochenta años y colocó al 
estado al servicio de los funcionarios del gobierno de turno. 
Bajo una explicación que mucho 
tiene de mercadotecnia y poco de racionalidad, la propaganda estatal hace creer, 
a una buena parte de la población, que es mejor que el estado se entrometa en 
los negocios de los ciudadanos, aunque ello implique un 
estropicio para la economía en general. 
Claramente, los sistemas 
económicos donde el estado sólo vela por el cumplimiento de las normas y la defensa común, 
dejando a los ciudadanos el desarrollo de la economía, resulta en una ciudadanía próspera y 
esmerada, mientras que en los 
sistemas donde el estado se arroga el comercio y la industria, deriva en una 
sociedad empobrecida, desalentada y con iniciativa insuficiente, salvo en lo que 
hace a sus 
ansias individuales de pertenecer a algún grupo que gobierne. 
 Estas 
características se dan por varios motivos; si uno cree que el estado tiene 
preeminencia en la generación de riquezas, el ciudadano es considerado un 
empleado y pierde el entusiasmo para producir por sus propios medios; en el caso 
del respeto a la libertades individuales, donde el estado brinda la seguridad 
para desarrollar su artes, ciencias e industrias, la creatividad será la norma y la 
prosperidad el invariable resultado.   
Funcionarios Vs. Empresarios 
En 
determinados ámbitos de pensamiento se sostiene la superstición de que el estado 
tiene dinero propio para que el gobierno invierta o gaste a su discreción, sin 
advertir que el único recurso genuino propio del estado es la recaudación impositiva 
destinada a administrar la cosa pública. Bajo aquel dogma, hay quien cree 
propicio que el gobierno pueda crear las empresas públicas que desee y ponerlas a 
trabajar de la mano de funcionarios, sin importar si estas son eficientes y que 
esto sea aceptado por los ciudadanos; algo que frecuentemente ocurre y, en 
muchos casos, hasta es admitido alegremente por una mayoría ingenua. 
Lamentablemente, los gobiernos no se nutren de empresarios, sino de 
funcionarios; he aquí uno de los tantos motivos por los cuales no existe 
posibilidad de que un funcionario logre hacer sostenible el desarrollo de una 
empresa del estado, puesto que su función responde a la conveniencia de una gestión de 
gobierno acotada en el tiempo y los intereses de sus miembros se reducen a las 
ansias de permanecer en sus cargos. 
En el 
caso de los empresarios, estos deben sostener eficientemente la empresa que 
administran o su trabajo se verá truncado; esa eficiencia, más allá de las 
utilidades logradas, motor natural de toda inversión, son la fidelidad de los 
clientes, la calidad de su producción, la permanencia de su marca y el prestigio 
empresarial. Ante este escenario, imaginemos lo que hubiera ocurrido con el 
funcionario Mariano Recalde si se hubiera desempeñado en una empresa privada. 
En las 
empresas del estado, tanto las estatizadas o incautadas, como las generadas por 
iniciativa de una gestión de gobierno, vemos todo lo contrario. Cabe destacar 
algunos ejemplos: 
El 
caso de ENARSA, la que tuvo por objeto crear competencia del estado contra la 
entonces empresa privada YPF S.A. y administrar la creciente importación de 
energía en esta década que reinauguró el desabastecimiento energético como nunca 
antes; su resultado fue un derroche de recursos públicos con pocos precedentes, 
millonarios negocios personales de los funcionarios a cargo, y la generación de 
nuevos problemas en la comercialización de energía que antes no existían. 
Con la 
creación de LAFSA, la que fue concebida sólo para fastidiar a Aerolíneas 
Argentinas, el resultado fue la quiebra de las líneas aéreas más pequeñas, la 
liquidación de sus activos y el sustento espurio de una centena de funcionarios, 
que sólo cobraron sueldos como si fueran empresarios, ya que esa empresa nunca 
tuvo aviones para satisfacer su objeto social y las rutas asignadas, pero sí tuvo personal, 
oficinas y asignación de gastos a costa del erario. Cabe destacar que, durante 
los años en los que vegetó LAFSA, existieron varias solicitudes de rutas de 
líneas aéreas existentes y de otras empresas que querían establecerse; todas, 
desatendidas por el deplorable secretario Jaime.           
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¿Qué necesidad? 
Probablemente, alguien pueda 
justificar la necesidad de determinada inversión 
estatal, con el argumento de que el mercado no puede satisfacer un desembolso de gran magnitud, 
pero, en los últimos años hemos visto que el gobierno decidió asignar recursos a 
emprendimientos menores; tal el caso de la financiación de un fábrica de 
cosechadoras que prometía exportar su producción a Angola, para lo cual se 
comprometieron $ 10.000.000 de fondos públicos de la provincia de Entre Ríos, 
otro tanto del Tesoro Nacional, se fletaron aviones Jumbo al país africano con centenas 
de funcionarios, llevaron una cosechadora que nunca funcionó, y la otra, sin 
motor, quedó como maqueta para la exposición estatal Tecnópolis, con el fin de que los 
asistentes aplaudan esta suerte de nueva industria nacional. Como no podía ser 
de otra manera, a los pocos meses de esta fantasía casera, la flamante empresa quebró y 
dejó como legado, sólo para quienes no ignoramos lo ocurrido, una sensación de 
vergüenza ciudadana difícil de digerir.   
Aerolíneas estatales 
Por 
estos días, el caso Aerolíneas Argentinas S.A. volvió, como lo hace 
periódicamente, a las agendas de periodistas, opinólogos, funcionarios y 
políticos en campaña, dado que su ineficiencia, corrupción, ineficacia y obsceno 
derroche se están presentando a diario en forma evidente. 
Lamentablemente, no nos equivocamos 
el 25 de Agosto de 2008 cuando publicamos el artículo "Aerolíneas 
Argentinas. La poderosa sensación de volar" en el número 109 de La Hoja 
Federal , al advertir que "Si se decide que el Estado compre 
la empresa, al final del banquete alguien tiene que pagar la cuenta. No 
serán los pasajeros que disfrutemos de los vuelos, sino todos los demás 
argentinos que no vuelan"... 
 
Hoy, 
luego de varios años de las reiteradas promesas de sus funcionarios de reducir 
un déficit cada día más creciente, nos encontramos con una empresa quebrada, que 
no puede cumplir con su función de transportar pasajeros y, como era previsible, 
con un déficit que supera el capital necesario para crear doce empresas de la 
misma magnitud. 
Con el 
cambio de gestión de gobierno, pareciera que la inviabilidad de esta empresa se 
revertiría, pero no será por el sólo hecho de que la nueva administración sólo 
lo desee, o porque coloque en el lugar del señor Recalde a otro funcionario con 
distinto apellido. 
De 
intentar administrar la empresa en las mismas condiciones sin realizar cambios 
drásticos, el fracaso continuará su rumbo y llegaremos al año 2019 con mayor 
gasto inútil a costa del erario; funcionarios que se convertirán en millonarios 
mientras juegan a ser empresarios; un mercado aerocomercial ficticio, 
ineficiente e ineficaz, que no satisfará su cometido de llevar gente de un lado 
a otro por el aire en tiempo y forma; y lo más grave será que habremos perdido 
la oportunidad de atraer inversiones genuinas al sector, que generarían riqueza, 
tributarían impuestos para solventar el gasto público y nos devolverían la 
dignidad de ciudadanos que hemos perdido durante esta década. 
A la 
próxima administración de gobierno debería  importarle dar una solución seria a 
este flagelo de tener empresas públicas que se nutren del presupuesto nacional 
para seguir existiendo, caso contrario, nuestro país seguirá empobreciéndose en 
todos los sentidos, hasta llegar al punto de habernos convertido en el país 
hazmerreír del mundo.   
Futuro incierto 
Si en 
el corto plazo, en el imaginario popular sigue dominando la creencia de que, 
conservar una empresa del estado que desvía recursos públicos, conlleva algún 
beneficio para el pueblo, significa que el empobrecimiento que acarreamos 
durante tanto tiempo no fue 
sólo en lo económico, sino principalmente en la capacidad de comprender que el 
estado produce gasto para crear las condiciones necesarias para que los 
ciudadanos y los emprendedores privados generen riqueza. 
La 
sola existencia de una empresa comercial en manos del estado implica, 
necesariamente, competencia desleal contra las empresas existentes y quita la 
posibilidad de que los ciudadanos desarrollen sus iniciativas comerciales e 
industriales, ante la existencia de tal depredador. 
No 
queda claro si, quienes nos gobernarán por los próximos cuatro años, advierten 
que la decadencia económica se debe a la intromisión del estado en la actividad 
privada. 
Probablemente, la corriente cultural actual, no permite que un candidato se 
explaye francamente sobre esta cuestión, y admita que se deshará de estos nichos 
de corrupción, derroche y generación de pobreza que implican las empresas públicas, ya que aún 
persiste, en la masa votante, el relato abstruso y mentiroso que indica que una 
empresa estatal trae algún provecho para el pueblo.   
Aún no 
sabemos quién va a presidir el país hasta el fin de la década; sería 
beneficioso que quien sea elegido, en el corto plazo, pueda revertir esta 
superstición popular y recobremos la sensatez.   
 
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